La influencia de Woody Allen en la comedia europea es al menos tan destacada como la que los grandes cineastas europeos (Fellini, Bergman…) ejercieron en el genio estadounidense. Reconozco que es poco original mencionar a Woody Allen sólo porque el protagonista del film sea un judío con evidentes problemas para relacionarse con el mundo y que no comparte la (casi fanática) religiosidad de sus familiares. Pero es que la influencia es evidente y el director belga Micha Wald no se esfuerza en esconderla, entre otros motivos porque viene bien desde un punto de vista comercial: Allen vende entradas.
Simon Konianski, el personaje que da nombre al segundo largometraje de Wald, interpretado por Jonathan Zaccaï, es un ser neurótico, algo hipocondríaco, que está separado, muy a su pesar, de la madre de su hijo, al que sólo ve en fines de semana alternos, y cuyo enfado con el resto de la humanidad y, especialmente, sus familiares más cercanos, le impide llevar una vida mínimamente equilibrada. Además, posee una especial habilidad para arruinar cualquier situación, padece de verborrea incontenible y, cómo no, lleva gafas de pasta (¿puede esto último no ser un guiño?).
Pero eso no es todo, pues Wald opta por una banda sonora integrada por temas preexistentes, modus operandi que, salvo excepciones, es el empleado por Woody Allen. De hecho, la coincidencia llega al punto de que en Simon Konianski escuchamos hasta dos veces el clásico Sing, Sing, Sing, de Benny Goodman, que el neoyorquino empleó en Misterioso asesinato en Manhattan. [Aprovecho para alabar el buen gusto de Micha Wald en la elección de temas y la inteligencia con la que los emplea].
Pero son más los puntos de unión. Simon Konianski es una road movie, pues el protagonista viaja hasta Polonia junto con sus dos tíos y su hijo. En el maletero del coche, el cadáver de su padre. Su hijo, además, debería estar en clase, lo que provoca el lógico enfado de su madre, que interpreta una estupenda Marta Domingo. Y ahora nos vamos hasta la espléndida Desmostando a Harry, y tenemos un esquema muy similar. También es una road movie, viaja con su hijo y acaba por haber un cadáver en el coche. Y ambas con el mismo grado de pesimismo existencial, de modo que la diferencia es que Simon Konianski funciona como versión desenfadada, del mismo modo que Desmostando a Harry es una reinterpretación libre de Fresas salvajes, de Ingmar Bergman.
Por otra parte, en varios momentos al protagonista se le aparece un personaje muerto y mantiene con él conversaciones clave para que la trama avance. Allen había hecho lo mismo en el que por entonces era uno de sus films más recientes, Scoop. Además, en Recuerdos y en Todos dicen I Love You, estar muerto no era un impedimento para pronunciar un discurso de agradecimiento o bailar, respectivamente. Hasta tenemos la cara de un rabino en el cielo, del mismo modo que el protagonista de su contribución a Historias de Nueva York tenía que ver la cara de su madre en el cielo de Manhattan.
Todas estas influencias y puntos de cercanía, no obstante, no niegan ni anulan la personalidad de Micha Wald, pues ese es el aspecto más notable de Simon Konianski. Se puede acusar a la película de no ahondar más en los elementos dramáticos, que son muchos y potencialmente muy atractivos, pues opta por privilegiar la deriva cómica o, en todo caso, tragicómica, pero nunca de falta de personalidad. Su mirada a la cuestión judía, a los supervivientes del horror Nazi y su comprensiblemente difícil integración en la sociedad contemporánea demuestra una lucidez que sólo da el haberla vivido de primera mano.
En cuanto al personaje protagonista y más que probable alter-ego, Simon Konianski, es un regalo que Jonathan Zaccaï aprovecha y hace crecer con su quizá excesiva pero siempre efectiva y cómica interpretación. Una figura central complementada, además, por tres secundarios de los que rivalizan por el cariño del espectador: el algo estereotipado padre, que encarna Popeck, la tía, que borda Irène Herz, y, sobre todo, esa maravilla de personaje que es el tío, al que pone rostro, ¡y qué rostro!, Abraham Leber.
Si sumamos a eso varios brillantes hallazgos (el Kamasutra imaginado, la entrada en Ucrania, el encuentro con la comunidad judía) y una narración asombrosamente ágil, es lógico que el resultado sea una encantadora comedia. Reserva varias carcajadas y se ve con una constante sonrisa, sonrisa que en puntuales momentos se nos queda congelada. Al menos es de agradecer que Wald no recurra a la sensiblería o a la lágrima fácil en más de un momento, especialmente en la (accidental) visita a un campo de concentración Nazi.
Recomendada sin reservas. No me sorprenderá que algún espectador acabe bailando como todos los personajes del film en los títulos de créditos finales, al ritmo del irresistible Just a little samba, de Ugly Duckling.