Céline Sciamma. Categoría: Película. |
La filmografía de Céline Sciamma ofrece interesantes miradas al género femenino desde muy diversas perspectivas. Sus tres últimos largometrajes, además, siguen el orden cronológico del crecimiento de una mujer. Tomboy, del 2011, es una mirada repleta de sutileza a una niña que, aprovechando la mudanza de su familia a un nuevo barrio, decide presentarse como un chico. Le siguió La banda de las chicas (Bande de filles), del 2014, lúcido retrato del paso de la adolescencia a la edad adulta de una chica negra de un suburbio francés, que cree ver en la pertenencia a una banda callejera una salida fácil a su situación.
En Retrato de una mujer en llamas, esa mujer ya es adulta. No es un niño atrapado en un cuerpo de niña, ni una adolescente atrapada en un entorno pobre y marginal. Es, en cambio, una mujer atrapada por un destino que no desea pero que no puede rechazar. Es también una mujer atrapada en la soledad de una isla bretona a finales del siglo XVIII, isla que, evidentemente, funciona como metáfora del aislamiento de la mujer en la época.
Céline Sciamma, autora también del magnífico guión, se revela como una cineasta igualmente sutil en el contexto de un film de época, cuya estética está muy alejada del realismo de sus anteriores películas. De hecho, la estética aquí está tan cuidada y es tan pictórica que en ocasiones puede llegar a ser una distracción. En cualquier caso, ese efecto sería solo una consecuencia menor de su preciosismo y nos regala multitud de planos visualmente maravillosos: entre ellos el que, no por casualidad, fue empleado para el cartel.
Sciamma crea una preciosa historia de amor construida casi enteramente a través de las miradas, de la paciente y atenta observación de una mujer que debe ser retratada por una pintora. Apenas si hay diálogos durante la primera mitad, momento en el que las dos mujeres asisten a su pasional enamoramiento. La directora, eso sí, parece adoptar la perspectiva de la pintora, su evidente alter-ego en la trama, de modo que buena parte del film muestra su contemplación de la mujer retratada, un personaje extraordinario que resulta arrebatador desde su primera aparición en la pantalla -esa carrera trepidante hacia el precipicio-.
Retrato de una mujer en llamas es igualmente una reflexión sobre la creación artística, para la que traza paralelismos con el enamoramiento. En una escena, una de las protagonistas, tras preguntar al objeto de su amor si alguna vez ha estado enamorada, se interroga incluso sobre si los amantes siempre se sienten como si estuviesen inventando algo. Es una interesante reflexión que enlaza con una de las acepciones de ‘amor’ que propone la RAE: “Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que (…) nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear”.
Son muchas las cuestiones que merecen ser comentadas del largometraje -el mito de Orfeo y Eurídice, el universo enteramente femenino, el peligroso aborto, los sentimientos encontrados que provoca el personaje de la madre, la narración clásica…-, pero para no extenderme demasiado concluiré con el rol de la música. Curiosamente, solo suenan dos piezas en todo el metraje, una de ellas en dos versiones bien distintas, pero justamente por el mínimo uso de música cuando esta suena cobra una fuerza enorme.
La primera, el tercer movimiento del Concierto para violín n.º 2 en sol menor, Opus 8, mejor conocido como el correspondiente al verano de la popular suite de Antonio Vivaldi Las cuatro estaciones, es empleada una primera vez como ‘música de la vida’ -por oposición a la música de los muertes que una de las dos mujeres solía escuchar en el convento-. Sciamma se reserva una segunda aparición de la pieza como muy efectivo símbolo del amor entre las dos protagonistas. La intensidad emocional que logra solo con este recurso, un primer plano y el rostro de Adèle Haenel es asombrosa.
La otra pieza es la editada en el sencillo La jeune fille en feu, composición homónima de Para One y Arthur Simonini para la película que, igual que la doble presencia de la composición de Vivaldi, la directora sitúa como música diegética. Esta vez lo hace de un modo muy astuto, pues la pieza vocal es interpretada por un grupo de mujeres -reunión nocturna a mitad camino entre un ritual y un aquelarre muy particular- y sirve de preludio del poético plano que protagoniza el cartel. Otra cosa es que la letra, “fugere non possum” (huir no puedo), sea un comentario un pelín obvio a la situación de la protagonista, pero esa es una convención cinematográfica que estamos acostumbrados a aceptar.