Fernando Fernán Gómez. Categoría: Película. |
Es curioso que fuese el cine el medio que obsequió a los actores de teatro uno de sus más certeros y emotivos homenajes. Curioso e irónico, dado que fue la creciente implantación del cine la que, ganándose el favor del público, acabó por arruinar el modo de vida de compañías de teatro itinerantes como la que protagoniza este film. Claro que antes de convertirse en uno de los mejores largometrajes de la historia del cine español, El viaje a ninguna parte fue una radio-novela y una novela, en todos los casos con Fernando Fernán Gómez como inspirado autor.
La acción transcurre en dos periodos. El presente de la narración, en los 70, nos muestra a Carlos Galván, un actor que vive sus últimos días en una residencia para ancianos. Allí, como parte de su terapia con un psicólogo, relata algunas de sus más memorables vivencias. Esos relatos tienen lugar en los 50, cuando todavía formaba parte de una diezmada compañía de teatro que actuaba en los pueblos de la meseta. Son esas escenas, las del flashback, las que capturan con tanto acierto la España rural de mediados del siglo XX.
Fernán Gómez nos acerca un mundo paupérrimo, económica y culturalmente, en el que a los actores todavía se les llamaba cómicos, en el que la miseria estaba tristemente a la orden del día, en el que mucha gente pasaba hambre y en el que los actores de teatro eran tratados prácticamente como mendigos a los que se daba unas monedas a cambio de un poco de entretenimiento. Eso ocurría en el seno de una sociedad en la que la iglesia católica, en connivencia con el régimen franquista, ejercía un enorme poder, y en la que más valía caerle en gracia al alcalde o terrateniente local si se quería poder representar una obra, aunque fuese en el improvisado escenario de un descuidado café.
Pero El viaje a ninguna parte no es sólo un valioso estudio sociológico. Nos deja también algunos de los más entrañables personajes. Al protagonista, magníficamente interpretado por José Sacristán, le acompaña el zangolotino al que tan bien encarna Gabino Diego, el ridículo usurero que borda Agustín González y, por supuesto, Don Arturo, papel que se reserva para sí el director. Él da vida al más veterano de la ‘troupe’ actoral y nos regala la más memorable escena: señooooooriiiiiiiiiiitoooo.
Al espectador se le escapará más de una sonrisa, porque el humor de Fernando Fernán Gómez es tan ingenioso como afilado. Pero es una sonrisa amarga, que casi hace daño, quizá porque subraya el patetismo de las situaciones, la miseria, el sufrimiento, la derrota, el agotamiento y la podredumbre de un país en plena dictadura.
En ocasiones una película puede ser más eficaz para conocer cómo era un país que un libro de historia.