Walt Dohrn, David P. Smith. Categoría: Película. |
A finales del 2014, Los pingüinos de Madagascar: La película recaudó 373 millones de Dólares. Con un coste de 132 millones, fue un fracaso que provocó pérdidas a DreamWorks Animation. Dos años después llegó a los cines Trolls (2016). Tras su paso por las salas, recaudó 346 millones, aún menos que la cuarta entrega de la saga Madagascar, con un coste casi idéntico, 125 millones. Si a pesar de todo tuvo segunda parte es porque forma parte de ese grupo de producciones en las que la película y su resultado en taquilla es casi lo de menos. Lo que cuadra las cuentas son las licencias de mercadotecnia: en este caso la venta de los muñequitos que la protagonizan.
Esto convierte a Trolls 2: Gira mundial en, esencialmente, un largo anuncio cuyo principal propósito es promocionar muchos tipos diversos de trolls para que los espectadores, sobre todo el público infantil pero no solamente, tengan ganas de adquirir los productores relacionados. Quizá la mía sea una interpretación cínica, pero es como si el guion, con la proliferación de tribus de trolls, cada una con su aspecto bien diferenciado, surgiese del departamento de marketing y no de una sala de escritura. La misma sensación que se tiene al ver La LEGO película (2016) o Ralph rompe Internet (2018), solo que en este caso el resultado tiene bastante menos interés.
Un planteamiento tan poco estimulante desde un punto de vista artístico tendría un pase si el guion fuese ingenioso, si la dirección artística no se limitase a una sucesión de colores chillones y brillantes y si la historia, con más o menos variaciones, no la hubiésemos ya visto miles de veces. Incluso como extravagancia colorida tendría un pase y sería solo una película normalita de no ser porque el apartado musical, esencial en la trama, no fuese tan lamentable.
Elijo ese adjetivo porque lamento que, en una sala mayoritariamente ocupada por niños y adolescentes, la música que suene sea la que contemporáneamente se podía escuchar en las radiofórmulas de cualquier país occidental, es decir, canciones comerciales que, casi siempre, carecen del más mínimo enfoque aventurado, artístico, experimental… Si Trolls ya era decepcionante en ese apartado, aquí ya llega al extremo de proponer varios popurrís, de modo que quepan cuantas más canciones conocidas en el menor tiempo posible, limitando todas al estribillo. Hay una mezcla pop, cuando los protagonistas llegan al territorio country, que es especialmente ridícula.
También como en la primera parte, cuando puntualmente suena algún tema interesante, no figura porque los responsables de la banda sonora aprecien su contribución a la evolución de la música -al inicio suena uno de Daft Punk, por ejemplo-, sino solo porque son populares. Parece que la máxima fuese ‘cuidado con lo que elegimos, no vaya a ser que algún espectador descubra algo’.
La excusa para este horror vacui musical es que el mundo de los trolls está dividido en seis territorios: pop, country, rock, música clásica, techno y funk. Naturalmente, de cada estilo o género se elige siempre lo más típico y conocido y básicamente siempre son variantes del pop. O sea que en realidad los seis territorios, menos el de música clásica, son pop de todos modos. A este último, por cierto, solo le dedican unos diez segundos y son “clásicos populares’: cinco segundos de Mozart, otros cinco de Beethoven. Se ve que los guionistas piensan como la villana del film, que la música clásica es aburrida. Muy sofisticado todo, como ves.
Y no es que yo sea tan ingenuo como para pensar que en una superproducción de Hollywood va a haber reinos dedicados al bebop, al blues del desierto, a la cumbia o al folk bengalí, pero reducir todo al más mínimo denominador común es un horror. ¡Si hasta lo poco que hay de jazz es smooth-jazz al estilo de Kenny G!
Así que mi conclusión es que la banda sonora no se concibió pensando en los niños, sino en sus padres. Porque a los niños que descubren el cine, la música, el mundo, lo mismo les da que las canciones hayan o no sido éxitos en los 80, 90 o principios del siglo XXI. Si no habían nacido. Y tampoco les importaría escuchar música sinfónica de vanguardia, o afrobeat, o poli-ritmos de la India. Ellos no saben que eso es minoritario ni tienen prejuicios. Mientras les guste la historia, esa música la recibirán igual de bien que el nuevo éxito pop. En cambio, se ve que a muchos padres esa música es la que les gusta, por alguna razón, y más vale tenerlos contentos para que compren entradas para sus vástagos.
Con propuestas así, con niños que se crían viendo estas películas, poco esperanzador es el panorama cultural que nos espera. Y pensar que hubo un tiempo en el que la animación comercial eran experimentos como Fantasía (1940) o que en los dibujos de los Looney Tunes sonaban óperas de Wagner.