Gints Zilbalodis. Categoría: Película. |
Con la democratización de la tecnología y la posibilidad de animar con ordenadores, es lógico que empiecen a surgir largometrajes creados enteramente por una sola persona. Al fin y al cabo, hay quien lo hizo con animación tradicional: la primera película de animación brasileña, Sinfonia Amazônica (1951), se compone de unos 500.000 dibujos que realizó en solitario Anélio Latini, su director. Desde entonces ha habido algún otro valiente, por ejemplo Harry Everett Smith con Heaven and Earth Magic (1962), obra de animación con recortes; El teatro del señor y la señora Kabal (1967), enteramente creada por Walerian Borowczyk; o Luis Eduardo Aute, autor único de la también experimental Un perro llamado Dolor (2001). También tenemos ejemplos más recientes, como La doncella sin manos (2016), que Sébastien Laudenbach animó a mano durante un año.
Gints Zilbalodis llevó esa creación solitaria al extremo con Away, pues además de ser el animador único y ejercer de director, guionista, productor y montador, decidió también encargarse del sonido y de la banda sonora. Una música que, por cierto, no está nada mal, así que además de trabajador es polifacético. Concluir un proyecto así tiene mérito -lo sabrán mejor quienes se dediquen a animar-, pero es que resulta que el film en cuestión es artísticamente interesante. Por algo ganó el premio al mejor primer trabajo en el Festival de Annecy 2019.
La animación de la película tiene sus limitaciones. Por ejemplo, cuando vemos al protagonista correr, o caerse de una moto, los movimientos no son una maravilla digna de ser estudiada den las escuelas del medio. Importa poco: en este contexto, esa animación sirve eficazmente a la trama. También los fondos son sencillos, incluso minimalistas, hasta el punto de que recuerdan a los gráficos de los videojuegos de los 90, en los que los elementos son reducidos a formas geométricas no muy bien definidas con una reducida paleta de colores. Ese aspecto habrá a quien le parezca poco atractivo, sobre todo si su dieta se compone exclusivamente del 3D fotorrealista o muy detallado de Pixar o DreamWorks Animation. En cambio, los espectadores acostumbrados a la animación independiente seguramente le vean encanto a ese planteamiento.
De hecho, el apartado visual acaba por ser más seductor que otra cosa y depara varios momentos de asombrosa belleza, como el recorrido en moto sobre un lago que refleja el vuelo de una bandada de aves -la que ilustra el cartel- o el sueño del protagonista. El diseño de ese personaje, en cambio, peca de excesiva sencillez, pues dificulta apreciar sus emociones, aunque lo compensa con el del monstruo, o espíritu, o coloso, o lo que quiera que sea que vive en la isla. Me ha recordado al protagonista de Tántalo (2017), el corto de Juan Facundo Ayerbe y Christian Krieghoff ganador en los Premios Quirino 2018, aunque también tiene algo de los fantásticos espíritus que pueblan El viaje de Chihiro (2001), la obra cumbre de Hayao Miyazaki.
En cualquier caso, más allá de sus aciertos visuales, Away agradará a espectadores ávidos de experiencias personales gracias a su peculiar narración de tempo pausado y de carácter tan minimalista como su estética. Esta es una de esas obras en las que uno tiene la sensación de que apenas si ocurre nada, como si Gints Zilbalodis quisiera espaciar los acontecimientos o ser parco en elementos argumentales. Casi todo el film se compone de pequeños sucesos, algunos de ellos mínimos, que van sin embargo conformando un conjunto cada vez más sugerente. Así hasta llegar a un desenlace que, sin que sepamos muy bien cómo, vivimos casi con la misma intensidad que su protagonista. También influye, eso sí, la lenta pero incansable persecución, posiblemente el mayor hallazgo de la cinta, cuyas implicaciones se prestan a varias interpretaciones de cariz existencialista y/o filosófico.
Muy prometedor debut de Gints Zilbalodis, que mostró aquí una madurez con el lenguaje audiovisual admirable para tener 25 años.
Nota: como bien advierte Filmin en su texto introductorio, Away tiene más de un punto en común con La tortuga roja (2016), la maravilla dirigida por Michael Dudok de Wit. Por ejemplo, que ambas prescinden de diálogos y transcurren en una isla.