Rémi Chayé. Categoría: Película. |
El techo del mundo es una buena película por las dos razones habituales: un guion interesante es puesto en escena por un talentoso director. Siendo esta una película de animación, a eso hay que añadir el trabajo gráfico de ese mismo director, que es también estupendo. De hecho, por muy inspirado que sea el trabajo de escritura de Claire Paoletti y Fabrice de Costil, es la narración y la estética logradas por Rémi Chayé, sobre todo lo segundo, lo que convierten su debut en una obra tan destacada.
Inicialmente, el director concibió la película con un estilo similar al propuesto por Tomm Moore y Nora Twomey en El secreto del libro de Kells (2009), proyecto en el que había trabajado como director asistente. Sin embargo, en parte por limitaciones presupuestarias, en parte por la evolución de sus decisiones artísticas, llegó a la atractiva y personal estética que conocemos. La realizó con una combinación de colores lisos, sin que se vea el trazo, cosa que a la postre le complicó un poco la vida a los animadores pero valió la pena en vista del precioso resultado obtenido. Este es uno de esos casos en los que solo por la parte visual ya es un film recomendable.
Por otra parte, Paoletti y de Costil le obsequiaron con una estimulante aventura al estilo clásico, con ecos de Jules Verne, una trama inusual en el ámbito de la animación. Es otro ejemplo de ese cine francés animado que permite viajar sin salir de casa. Con el El techo del mundo nos trasladamos al Imperio Ruso y al Polo Norte de finales del siglo XIX del mismo modo que con Kirikú y la bruja (1998) viajamos a África, con Bienvenidos a Belleville (2003) a Estados Unidos, o con Persépolis (2007) a Irán.
El guion suma un acierto tras otro. Empieza por una prometedora premisa -encontrar un “barco insumergible” que no volvió tras una expedición al Polo Norte- e incluye a un logrado personaje central, la nieta del explorador que lideró esa expedición, una de esas valientes heroínas, obligadas a madurar por circunstancias extraordinarias, que tanto le gustan a Hayao Miyazaki. Cierto que llega un momento de la parte del viaje que parece un tanto exagerado, que acumula más contratiempos de los que parecen posibles, o que apoya elementos esenciales de la trama en improbables casualidades, pero no pierde la verosimilitud. Al fin y al cabo, en una propuesta de aventuras se acepta que haya eso, aventuras, por increíbles que parezcan en ocasiones.
También es muy interesante que, a pesar de ser una película con numerosos pasajes de acción y que dedica buena parte de su metraje al género de aventura, Rémi Chayé adopte una narración que se toma su tiempo en desarrollar muchas escenas, que incluye pausas en al avance de la trama o que opta por un tono contemplativo en más de una ocasión. Así es como consigue mostrar la belleza de los parajes visitados, especialmente en la parte del Polo Norte, entre una y otra escena de acción. En ese sentido, el desenlace resulta particularmente bello.
Clément Ghys, en el diario francés Libération, destaca ese ritmo tan particular de la cinta: “es la razón por la que el film seduce tanto, todo está aquí como al ralentí. El relato se desarrolla al ritmo escarchado de la banquisa, de los mares helados que hay que atravesar pacientemente con un rompe-hielos, en el desierto blanco del gran norte donde los personajes, como la misma acción, caen poco a poco en la inercia, en una suerte de parálisis refrigerada tan seductora como la de ciertos cuentos de Andersen”. Bellísima manera de explicar la impresión que produce la narración de Chayé.
Nota: El techo del mundo formó parte de un extraordinario año para la animación francesa, porque se estrenaron otras tres estupendas películas: Phantom Boy, Avril y el mundo alterado y El principito. Serían cuatro si se cuenta La montagne magique, dirigida por Anca Damian, que es una coproducción francesa.