Michel Ocelot. Categoría: Película. |
Una sola película no cambia para siempre una cinematografía, suelen ser necesarios varios cineastas o títulos, pero de Kirikú y la bruja sí se puede afirmar que fue determinante en el desarrollo industrial del cine de animación francés. En cambio, desde un punto de vista financiero, la escena animada de Francia no sería tan robusta de no ser por el largometraje con el que debutó Michel Ocelot. Superó el millón de espectadores a pesar de contar con una distribuidora independiente y de la competencia de Mulán, Hormigaz y El príncipe de Egipto, tres superproducciones de Hollywood que también estaban en las salas francesas en la Navidad de 1998.
En una entrevista para Le Monde en diciembre del 2004, Stéphane Le Bars, delegado general del Sindicato de productores de films de animación, afirmó lo siguiente: “asistimos, desde entonces, a un verdadero relanzamiento de la producción de largometrajes. En el 2003, cinco de los siete dibujos animados franceses forman parte de los cincuenta films más vistos del año”.
Jacques-Rémy Girerd, a su vez director de un clásico de la animación, La profecía de las ranas (2003), afirmó para Le Figaro madame, en el 2006, que “ha habido que esperar a Kirikou para que el público retomara los films de animación”. Finalmente, el productor Philippe Alessandri, entrevistado por la web Pixelcreation en el 2007, habló del “efecto Kirikou” que le ayudó a encontrar financiación para la película que preparaba entonces, Los chicos de la lluvia (2003), dirigida por Philippe Leclerc.
En 1998, cuando el debut de Ocelot llegó a los cines, solo se estrenó otro film de animación en Francia, la pequeña producción Le Voyage de la Souris. Diez años después, en el 2008, eran cuatro. 20 después fueron siete. Cierto que hubo un aumento generalizado, en prácticamente todo el mundo, de largometrajes animados, pero en pocos se vio ese crecimiento casi exponencial. En cualquier caso, no se trata solo de la cantidad, sino de la acogida de esos films. El éxito de propuestas igualmente singulares como Bienvenidos a Belleville (2003), dirigida por Sylvain Chomet, Persépolis (2007), dirigida por Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi, o Le Magasin des suicides (2012), dirigida por Patrice Leconte, seguramente esté ligado al de la obra que nos ocupa.
No es que antes el cine francés estuviese huérfano de éxitos, en absoluto. Las adaptaciones al cine de los cómics de Asterix y Obelix -como la estupenda Las doce pruebas de Astérix (1976), dirigida por sus creadores, René Goscinny y Albert Uderzo– superaban regularmente el millón de espectadores, por ejemplo. Pero esta cinta mostró que se podía alcanzar esa cifra sin partir de una franquicia bien conocida, con un guion original y, además, sin seguir el modelo de Disney, DreamWorks Animation o un Pixar que ya había iniciado el boom de la animación por ordenador en 3D.
Su influencia artística es más difícil de determinar y en ese apartado no fue la única cinta esencial –Le roi et l’oiseau (1980), la obra maestra de Paul Grimault, ya había abierto nuevos caminos para la animación más allá de Hollywood, no solo la francesa-. Sin embargo, también en ese apartado fue determinante: demostró que un enfoque artístico y personal no estaba reñido con buenos resultados económicos.
El versátil Michel Ocelot ya había empezado a llamar la atención con su corto de cutout Les 3 inventeurs (1980) o con la serie Ciné Si (1989), homenaje a la animación con siluetas de Lotte Reiniger. Esta fue la obra que le dio proyección internacional más allá del circuito de festivales. Inspirado por un cuento tradicional africano, que modificó y amplió con elementos propios, algunos de ellos tomados de la tradición occidental -como el beso que permite crecer-, propuso una narración que hace de la sencillez una de sus principales virtudes. La estructura es clásica, también su desarrollo, que aúna los arquetipos del viaje del héroe y del paso de la niñez a la edad adulta. El desenlace, en cambio, es sorprendente y desarrolla el sentimiento de comunidad que prevalece en el relato y en la visión del mundo del diminuto protagonista.
[Sáltate el siguiente párrafo sin remordimientos si prefieres no saber nada de cómo concluye].
Jordi Sánchez-Navarro la incluye entre las 50 películas esenciales de la historia de la animación en su libro La imaginación tangible (2020) y, respecto al desenlace, escribe lo siguiente: “en una interesante variación de la forma tradicional del cuento, cuanto Kirikú ‘derrota’ a Karabá, esta no pierde, sino que de hecho gana, como también triunfa el niño, cuyo premio es completar su crecimiento y casarse con la nueva Karabá. Y también gana la aldea, que se ve liberada de la maldición, recupera a todos sus hombres desaparecidos e inicia un presumiblemente largo periodo de felicidad colectiva. Todos ganan: el héroe, la villana y la comunidad”. En ese sentido, hay críticos que han interpretado el film como una fábula de la situación de África que, asimilada al protagonista, emprendería así su propia emancipación.
Ocelot firma el guion junto a Raymond Burlet, en cuya filmografía figura por cierto su participación en uno de los hitos de la animación adulta erótica, Tarzoon, la vergüenza de la jungla (1975), una suerte de respuesta europea al cine de Ralph Bakshi. La dirección la asumió en solitario y es ahí donde acaba de imprimir su personalidad. Para ilustrar África se inspiró en sus vivencias infantiles en Guinea -la arquitectura de los poblados es particularmente similar- y en la pintura de Douanier Rousseau, cuya influencia se aprecia, sobre todo, en cómo plasma la naturaleza. También los fetiches reproducen el folclore africano. No obstante, lo esencial es la manera en la que emplea o representa estos elementos, es su sello con la lograda puesta en escena lo que dota al film de una estética tan singular.
Quizá la animación no sea brillante, consecuencia en parte del bajísimo presupuesto -3 millones y medio de Euros- y del trabajo fragmentado en hasta cuatro estudios que el cineasta no podía supervisar constantemente, pero como la estética es tan atractiva esas limitaciones presupuestarias no dañan el resultado.
Además, es estupendo que los elementos fantásticos de la trama estén tan bien integrados en una visión predominantemente realista, casi dan ganas de decir antropológica, de África. Todos los personajes son africanos, la aldea que retrata no es idílica, los niños van desnudos y las mujeres no tapan sus pechos -cuestiones estas últimas que dificultaron su financiación y estreno en varios países-. Una excelente cualidad para una película orientada a público infantil mayoritariamente occidental: favorece la diversidad en las pantallas y les permite conocer otras culturas.
Por otra parte, Michel Ocelot acertó también al encargar la banda sonora a Youssou N’Dour. El músico senegalés estuvo a su vez inspirado, porque compuso piezas sencillas, bellas y efectivas, como el guion y su puesta en escena. La canción central, que suena varias veces a lo largo del metraje y de nuevo en los créditos finales, es una preciosidad y contribuye a reforzar el sentimiento de comunidad: son los aldeanos los que cantan, es música diegética y sirve como forma de comunicación entre ellos. Además, en numerosas ocasiones un instrumento es asociado a un personaje, así que la música sería una suerte de diálogo sin palabras.
Por suerte para nosotros, el éxito de la película permitió que las aventuras de tan memorable personaje continuaran en Kirikú y las bestias salvajes (2005) y Kirikú y los hombres y las mujeres (2012).
Dato curioso: Isao Takahata facilitó el estreno del film en Japón a través de Studio Ghibli. Es más, redactó los subtítulos en japonés, tradujo los diálogos para el doblaje en japonés y eligió a los actores encargados del doblaje. Tanto entusiasmo de uno de los artistas que más saben de animación es otra prueba del enorme logro de Ocelot.